jueves, 20 de octubre de 2011

*La Frontera al oeste (II visión)*

El teléfono me sobresaltó. Pero pude volver al sueño.

Marchábamos en una hilera sin vacíos al costado de una gran fortaleza hacia el norte, cantando, bailando, conversando, con carcajadas y saltos y gritos y globos, colores, papeles y disfraces. Y en el fondo de todas las flores y silbatos, las armas negras esperaban gritar rabiosas también esa noche. No todos las portaban, pero todos querían poner fin a esto. Estábamos preparados esta vez y no dejaríamos que desarmaran nuestros pasos.
Muy pronto todo oscureció. Las luces de la gran torre en la lejanía exaltaron la violencia que arremetía contra nosotros nuevamente, pero esta vez más cruda. Era una venganza fría. Distintos grupos se enfrascaron contra los invasores, mientras otros escaparon para reagruparse frente a las bajas. El resto continuaba adelante sumisos aún al andar, como yo. Primaba la acción focalizada en sectores, no dispersa, y eso ayudaba. Se retenía a las bestias en cada lugar en que aparecían. No podían expandirse. No podían tener descansos. Ni ellos, ni nosotros. Así fue como lo planeamos.

Bang, los balazos y las caídas, de uno y otro lado…

Me separé del Ratón en el momento en que la caballería y los acorazados se acercaron mucho a nosotros, dividiéndonos, lanzando agua, gases y disparando. Me tapé la cara. Las bombas ya se podían oír, cercanas, lejanas, en algún lugar. No tardarían mucho en aparecer a mí alrededor y radicalizar el escenario de furias del que ya era parte. Escapé, intentando respirar, mientras con un grueso palo daba un batazo a una de las manchas negras que intentaba succionarme. Entremedio de todo, creí escuchar a mi hermano que me decía que entráramos a la fortaleza. Era muy pronto para hacerlo. Eso significaba que la defensa había tambaleado antes de lo previsto. Pero eso ya no importaba. Teníamos que huir. Tanteamos uno de los accesos móviles de la fortaleza y entramos con dificultad en el refugio. Respiramos tranquilos.
Los accesos eran puertas abiertas, angostos, pero múltiples y continuos a lo largo de toda la fortaleza que nos acompañaba en la travesía. Parecía como si la fortaleza caminara con nosotros. Era extensa. Sus murallas externas se desplazaban en torno a la estructura central en todo momento, dejando al descubierto intermitentemente a decenas de accesos que, luego de un par de segundos, eran cubiertos con la hilera de murallas móviles nuevamente. Eran solo parpadeos. Había que ganarlos, había que dominarlos. Estábamos preparados. Conocíamos nuestros equipos. Estando ya dentro de ellos, se procedía a activar la cubierta de acero que terminaba por aislar por completo a los refugiados de la amenaza externa. Así lo hicimos. Detrás del acero, detrás de los muros, dentro de la estructura. Desaparecimos de la vista de los invasores y de la muerte. Estábamos seguros, más allá, en la fortaleza central, en los lindes de la mismísima Frontera. La fortaleza era el bastión más sólido de defensa que habíamos construido al este de nuestro refugio.


La fortaleza de la Frontera era nuestra. Las fuerzas enemigas no podían hacer uso de sus accesos por el simple riesgo de dispersión y disminución de la efectividad grupal táctica. No conocían su funcionamiento y su movilidad los asustaba como los caballos españoles alguna vez a los indígenas del territorio. De llegar a ingresar, no sabrían hacia dónde dirigirse ni cómo orientarse estando allí. Y no los dejaríamos conocer ni dominar todo esto…
Despabilé. Éramos cuatro dentro. Mi hermano, dos amigos y yo. Teníamos que replantear lo que íbamos a hacer de ahora en adelante. Afuera, se escuchaba la guerra. Mientras, seguíamos en movimiento. El refugio descendía y nos llevaba a los pisos inferiores de la estructura central, desde donde podríamos salir hacia la zona este de La Frontera y descansar, reagruparnos y retomar luego nuestro camino ascendente, subiendo escaleras y atravesando calles internas en penumbra, preparando la siguiente acción junto a todo quien se uniera a la pausa rebelde. La noche estaba profunda. El silencio decía mucho. Miedos, heridas, gritos.
Nos detuvimos en el sexto piso y estación de refugio. Miré hacia arriba. Vi cientos de personas salir de la fortaleza móvil hacia el interior, alarmados, tosiendo, sangrando. Pero pensé que eran aún miles y miles fuera, manteniéndose allí, fuertes. ¿Qué estaría pasando? ¿Cómo estaría todo? La violencia detrás resonaba en las altas paredes.
El Ratón había cambiado, al igual que el resto. Recordaba su mirada. Y recordé de pronto que hace solo minutos atrás, justo antes de la dispersión, justo antes de los disparos, cuando estaban mis pies junto a sus pies, tomó mi mano como despidiéndose de mí, como cada vez que finalizábamos una jornada. El Ratón se despidió de mí ligeramente, disculpándose con una sonrisa, y luego huyó. Corrió hacia el lado opuesto al mío, antes que pudiera darme cuenta del gran detalle ausente. Luego fue cuando me tapé la cara.
Mi hermano me miró. ¿Qué haríamos? Sus ojos preguntaban. No lo sabía. La noche sería larga. Al igual que este frío ascenso que debíamos completar siguiendo lo planeado, nada más ni nada menos. El día avanzaría.
Un sobresalto sonoro. Una bomba quizás, al otro lado de los altos murallones. Abrí los ojos algo confundido, queriendo regresar donde estaban todos. Pero me di cuenta que ya no podría hacerlo. Sonaba el teléfono otra vez. Me había despertado. Me destapé, me levanté, caminé hacia el living y me detuve cuando me di cuenta que el ruido se había detenido. Qué desperdicio. Quieto, refregándome el ojo derecho, me preguntaba qué iba a pasar con el movimiento, con el país, con los esperados cambios que aún no se han asomado. Volví a la cama y me tumbé en ella.
*
Hoy, escribiendo este sueño, aún me lo pregunto. Dejaré el lápiz ahora y me iré a dormir, ansiando regresar a ese lugar en donde dejé marcharse a un amigo sin siquiera despedirlo con el cálido abrazo de siempre, de cada día, de cada encuentro. Mientras queden mañanas, habrá también noches. Y me asaltarán los sueños nuevamente, revolviéndose junto a mí, inquietos. Y podría apostar a que volveré a tener una oportunidad de despedirte, victoriosos. Así será. Adiós Ratón…

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