~ La tempestad divina en Lindisfarne[1] ~
“793: En este año aparecieron unos presagios terribles en Northumbria[2], que asustaron mucho a la gente. Consistían en inmensos torbellinos y relámpagos, y se vieron dragones llameantes volando por el aire. Aquellas señales fueron inmediatamente seguidas por una gran hambruna, y poco después, el 8 de junio del mismo año, los estragos de los hombres paganos destrozaron la iglesia de Dios en Lindisfarne, saqueando y matando”[3].
Las crónicas anglosajonas se refieren a una calamidad que dio inicio en los lindes del siglo VIII y que arrasó varias costas del mar del norte, logrando implantar en tierras boreales europeas un imaginario imbuido de supersticiones y fatales ideas que acogerían sin más las historias de esas aguas en los siglos venideros. Los escribas recordaron y registraron tales hechos con la inevitable pincelada fantástica y el espíritu inocente de la época, tal como lo plantea Pörtner. Quizás, presos del terror, fue realmente lo que proyectaron sus confundidas cabezas acerca del grave acontecimiento. O bien, fue por el simple ánimo de glorificar en escrito lo que cederían de ahí en adelante al futuro. De cualquier manera, incluso siendo esta última opción, el suceso fue digno de merecerse esa atención. Si fue tan terrible o no ha sido una interrogante ampliamente discutida, pero lo cierto es que desde la perspectiva cristiana occidental sí que se podría justificar aquello.
Eran los llamados hombres paganos por los cristianos, los piratas del norte, los nórdicos o vikingos, popularmente. Qué fue lo que ocurrió ese 8 de junio del 793 lo describiremos a continuación, pero no sin dejar en claro quiénes eran los protagonistas.
En cuanto a origen, los vikingos pertenecieron a los pueblos escandinavos, de los países nórdicos o del norte europeo, territorio que a nuestra fecha se identifica con Dinamarca, Noruega y Suecia principalmente. Los nórdicos descendieron de los pueblos germanos con los cuales compartieron en tiempos antiguos una lengua ancestral, la cual paulatinamente pudo diferenciarse en la medida que se ramificaba e internaba en distintas regiones del continente. Estos germanos del norte se establecieron en las costas del Mar Negro y del Mar Báltico alrededor del siglo VI a.C., pasando desapercibidos para griegos y siendo tardíamente conocidos por los romanos.
Ciertamente, hablar de la identidad concreta de los vikingos es muy complicado. Clements se refiere a ellos como “un grupo creado por las circunstancias, no por la sangre. No eran una raza, ni tenían ningún sentido de patriotismo o de ser vikingo”[4]. Más bien, un vikingo pudo haber sido considerado como “un comerciante escandinavo (danés, noruego, sueco y después, a partir más o menos del 900, islandés) particularmente dotado para el negocio y la navegación que debió de existir como tal mucho antes del siglo IX”[5]. No obstante, este intento por delimitar nacionalmente a los comerciantes del territorio es incompleto, pues se ha planteado que incluso galeses, escoceses y estonios llegaron a ser catalogados en su época como mercaderes vikingos del mar. No había cohesión. Respecto a esto, son bien conocidas en la historia escandinava las numerosas luchas de sucesión y conflictos entre los reinos por el dominio de la región y los mares. No puede hablarse de nación o unidad. Sí de ciertas circunstancias dentro de un territorio bien definido.
Vikingos, habrían sido entonces, los hábiles navegantes y mercaderes establecidos en la región de Escandinavia, principalmente, y en otros territorios vinculados al Báltico, por ejemplo, que adoptaron aquella práctica característica a lo largo de las rutas marítimas del norte de Europa. Desde el 900 aproximadamente, Islandia ya poblada se inserta efectivamente en el escenario.
Pero no todo el mundo escandinavo era comerciante, naturalmente. No todos eran vikingos. Estaban quienes se asentaban en sus tierras todo el año, quienes comerciaban o aventuraban por las aguas e incluso, claro está, quienes sembraron batallas en tierras lejanas. En cuanto a distinciones genéricas de los nórdicos, Boyer nos plantea que “conviene en efecto distinguir entre el danés, comerciante marrullero siempre a la cabeza en la problemática del modernismo de la época, que actúa preferentemente en grupos pequeños unidos por obligaciones constrictivas y colocados bajo la autoridad de un jefe, y el noruego, seguramente menos organizado, más tentado por la pura aventura y centrado en cimientos familiares o políticos, es decir, representados por el rey (konungr), que reina sobre el fondo de un fiordo o una porción de un valle. En cuanto al sueco, el más pacífico de todos, al parecer, es también el más comerciante”[6].
Los matices para identificar a un vikingo son varios. Sin embargo, para el caso de este escrito, a sabiendas del contenido discutido, nos daremos el lujo de denominar vikingos también a los personajes que protagonizaron el violento suceso que detallaremos, pese a no identificarse exactamente con los comerciantes referidos, por la sencilla razón de que será más cómodo para el lector que, ávido de los antecedentes aquí entregados, podrá alardear correctamente y sin dificultades sobre este breve y sencillo tema en la posteridad en el caso de que así lo requiera.
Hablaremos de los bélicos vikingos sin más.
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Lindisfarne acogía uno de los santuarios más importantes de Inglaterra hacia el 793. Aquel 8 de junio una flota de vikingos, probablemente de las costas noruegas, se aproximó a la isla cerca de mediodía. Los monjes, enterados visualmente de aquel suceso en el horizonte, se despreocuparon y siguieron en sus labores. Quizás, pensaron, eran viajeros accidentados en alta mar en búsqueda de víveres y refugio necesarios. Los monjes no temían en absoluto. Pörtner aporta gran material al suceso: “Pero de súbito les vino el infierno encima. Los tripulantes de los barcos pusieron pie a tierra, y gritando espantosamente, al tiempo que blandían hachas y espadas, se precipitaron contra los indefensos monjes que les salían al encuentro llenos de confianza, los derribaron al suelo, “los asesinaron, se llevaron a algunos, arrastrándolos con cadenas, los despojaron de sus ropas y cubrieron de burlas ignominiosas y a más de uno ahogaron en el mar”. Tampoco los criados del monasterio se libraron de la carnicería. Incluso las mujeres fueron asesinadas o “conquistadas a filo de espada”[7]. Así comenzó aquel trágico festín cristiano.
“Ávidos de botín, los desconocidos guerreros robaron todo cuanto no estaba sujeto con pernos y clavos. Saquearon el tesoro de la iglesia, hollaron los lugares sagrados, derribaron los altares, destruyeron la biblioteca del monasterio, se apoderaron del contenido de bodegas y graneros, mataron en los pastos vacas y ovejas y prendieron fuego a todos los edificios.
Vociferantes y ebrios de triunfo, regresaron a sus barcos, que adornaban con mascarones en forma de dragón, y desaparecieron. Atrás sólo quedaban escombros humeantes, playas empapadas en sangre, una isla desierta: un lugar de horror y desolación”[8]. Nada menos ese día.
Tal como se planteó anteriormente, “al espantoso asalto (le) precedieron innumerables signos extraños e inquietantes. Terribles tormentas descargaron sobre la isla de San Cutberto, huracanes desatados arrancaron de cuajo árboles y arbustos, alados dragones de llameantes fauces volaron sobre la isla solitaria y, en tiempo de Cuaresma, cayó una lluvia de sangre sobre el tejado de la iglesia de San Pedro, en York”[9]. ¡Qué increíbles historias llenaron aquella fecha!
Y he aquí que el imaginario cristiano fue el más dañado. Nuevamente Pörtner nos ilumina en esto. “Para los cronistas eclesiásticos de aquel tiempo la explicación no podía ser más simple. Veían en los vikingos el azote de Dios; en sus asaltos, el castigo que Dios enviaba encolerizado por la vida pecaminosa de los hombres: una explicación adecuada a los tiempos y de índole espiritual, que sólo revela que el mundo cristiano se hallaba frente a las campañas de los vikingos como ante un fenómeno de la naturaleza, impotente y lleno de miedo; como ante un temblor de tierra o un maremoto, que la razón humana no acierta a comprender”[10]. Un horror, así, incontrarrestable.
Clements alumbra un posible motivo del por qué ese pesimismo exagerado que las letras de los cronistas de la época intentaron reflejar sobre los hombres del fresno. “Los vikingos no eran mucho más feroces que los otros pueblos que guerreaban por el control de Europa en esos años. Lo que los distinguía era que no tenían ningún escrúpulo en convertir en blancos a miembros del clero. Mientras que las ciudades y las aldeas disponían de muros defensivos, fuertes y milicias locales, los monasterios estaban particularmente expuestos e indefensos; sus ocupantes no esperaban que los atacaran y, por consiguiente, no podían oponer mucha resistencia”[11]. Los lugares más cercanos a Dios podían ser los refugios más seguros para guardar todo tipo de riquezas, pues eran intocables. Pero esta convicción no era así para los vikingos. No era su fe. Monjes o no, cabían todos en el mismo saco.
El suceso de Lindisfarne puede observarse plasmado en un relieve de piedra que seguramente fue construido en el lugar luego de la tragedia. Este suceso fue el primero registrado de muchos otros que le sucedieron de ahí en adelante. Las costas de los reinos anglosajones no volvieron a estar tranquilas dentro de los próximos tres siglos. Empero, no es descabellado pensar que el ataque a la abadía de Lindisfarne no fuese la primera relación real entre los vikingos y los anglosajones. Campbell dice que “es probable que los contactos entre Inglaterra y Escandinavia existieran desde mucho antes. Incluso en el período previkingo de los siglos VII y VIII, ciertas similitudes entre los estilos artísticos de Inglaterra y Escandinavia indican sin duda un grado de contacto a través del mar del Norte”[12]. Probablemente fuese la dinámica comercial la responsable de este contacto.
Naturalmente, los mercaderes escandinavos de pieles y ámbar pudieron conocer las tierras anglosajonas pacíficamente desde antes y, de hecho, es aceptable pensarlo si tomamos en cuenta que la realización de una travesía marítima como la de Lindisfarne no era sencilla en la época. Necesitaban conocer esas tierras, tener cierta familiaridad con ellas, y contar con asentamientos temporales en archipiélagos cercanos como las Hébridas. Los atacantes del norte conocían esas costas y mares en gran medida y sabían manejar sus rutas, seguramente. Reforzando esta idea, Clements dice que años antes del 793 ya habían registros que detallaban sucesos protagonizados por los nórdicos e incluso asesinatos iniciados por mercaderes ambulantes en las costas británicas.
“En 792, un año antes del ataque “sorpresa” a Lindisfarne, el rey mercio Offa ordenó la construcción de defensas costeras en el este de Inglaterra, una instrucción que difícilmente daría un rey que no espera un ataque”[13]. El peligro acechaba desde hace años ya antes del registro.
Los que fuesen mercaderes alguna vez levantaron hachas luego. La paz se volvió disputa. Pero ¿qué llevó a los vikingos a abalanzarse sobre las costas anglosajonas y europeas de ahí en adelante, continuamente, en lo que se ha llamado el estallido de la era vikinga? Hay varias teorías al respecto, como la sobrepoblación, pero ellas corresponden a barcos de otro gran horizonte.
Lo cierto es que el asalto a Lindisfarne marcó en las crónicas anglosajonas el inicio de la era de la plaga del norte. En los registros, Lindisfarne fue la mecha de un estallido inevitable e impactante.
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~ Bibliografía ~
*Clements, Jonathan, Los vikingos: Los últimos paganos, Barcelona, España, Ediciones B.S.A., 2007.
*Boyer, Régis, La vida cotidiana de los vikingos, Palma de Mallorca, España, José de Olañeta, 2005.
*Pörtner, Rudolf, La saga de los vikingos, Barcelona, España, Editorial Juventud, 1990.
*Graham-Campbell, James, Los vikingos, Barcelona, España, Ediciones Folio, 2005.
[1] Lindisfarne es una isla mareal localizada al noreste de la costa inglesa, en la región de Northumberland, en donde se encuentran las ruinas de un monasterio cristiano. Lindisfarne es llamada también “Holy Island”.
[2] Northumbria hace referencia al reino anglo del mismo nombre que existió entre los siglos VI y IX al noreste de la gran isla, al “norte del río Humber”, antes de que el territorio se anexara al reino de Inglaterra en 829.
[3] James Graham-Campbell, Los Vikingos, Ediciones Folio, España, 2005, p. 122.
[4] Jonathan Clements, Los vikingos: Los últimos paganos, p. 31.
[5] Régis Boyer, La vida cotidiana de los vikingos, p. 21.
[6] Ibídem, p. 28.
[7] Rudolf Pörtner, La saga de los vikingos, p. 10.
[8] Ibídem, p. 11.
[9] Ibídem, p. 11.
[10] Ibídem, p. 16.
[11] Jonathan Clements, Óp., Cit., p. 74.
[12] James-Graham Campbell, Óp. Cit., p. 122.
[13] Jonathan Clements, Óp., Cit., p. 75.
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