martes, 18 de octubre de 2011

*La Frontera al oeste (I visión)*

Hoy tuve un largo sueño.

Como cualquier domingo pasado las cuatro de la tarde me encontraba saliendo nuevamente del Club Providencia. La jornada había terminado sin novedades. Como de costumbre volvía solo, pero esta vez no a casa. Tenía un compromiso, uno de muchos y no quería privarme de una instancia capital como esa. Allá me esperaban hoy, para caminar juntos.
Tomé el metro, luego una micro y descendí al llegar al amplio lugar de cerros y firmamento. Comencé a caminar hacia el punto convenido, observando lo llamativo de las casas por la ausencia de edificios. Podía ver muy de cerca las montañas. Estaba limpio allí. La invasión parecía no ser tan concentrada como en el centro. Avancé tarareando y pateando algunas piedras.
Hacía mucho calor. Transité hacia el sur por una vereda de tierra y pasto, angosta, en lo que parecía ser uno de los territorios esquinas de la ciudad. Tablas destrozadas, charcos de lodo y el envoltorio de un caprichoso tentempié achicharrado por el Sol revolvían mí alrededor, sin cuidado. Las calles callaban la escasez de automóviles, pareciendo que solo yo caminaba por allí. Las pobres casas en frente estaban igual de silenciosas, como vacías. A mi costado, un interminable muro acompañaba mi trayecto, enorme, como una barrera guardando un vasto horizonte de pastizales. Graffitis, murales y frases me entretenían de cuando en cuando y la apacibilidad inusitada del lugar me provocaba somnolencia. Bostezando, la brisa me invitaba a seguir adelante. Y yo, continué pateando piedras sin pensar en mucho.



Llegué a un gran portón de madera, algo inestable y roñoso, casi al final de la interminable muralla. Estaba sin seguro, solo con una gruesa cadena que envolvía el pestillo. La saqué con cuidado, abrí, entré y la volví a dejar como antes. Estaba dentro. Ante mi se abría un gran terreno. No podría aproximar sus dimensiones, pero allí había numerosas casas apelotonadas como nunca y efectivamente se lograba ver más allá de todo empalme, al fondo, las largas hierbas aledañas. Una sobre otra, una al lado de otra, una enfrente y tras de otra. Muchas, desordenadas. De hasta tres pisos eran, sencillas, sin mucha sobrecarga, de tablas y cemento, algo desarmadas. Y en el centro de todo aquello distinguía una intachable alameda de tierra, el corredor principal. Las edificaciones se abrían hacia sus costados. El lugar era un barrio cercado y popular, una zona residencial aislada y periférica, el ghetto de la ciudadanía rebelde que ya no se contentaba con el siglo XXI y sus principios. Era el punto geográfico estratégico, el nervio de las ideas coordinadas. Era el núcleo de la certidumbre social conocida en el bajo pueblo como La frontera.
Avancé y ya podía escucharlos. Se percibía el fervor de todos. Atento a la cháchara, supe que la discusión general ya había terminado y que quedaba solo una hora para las resoluciones. Me adentré y pude visualizar a lo lejos al Ratón y al resto en un tercer piso. Me vieron. Les señalé que subiría en un instante. Lo primero es lo primero. Debía pasar al baño y entremedio del tráfico, el griterío y los saludos pregunté por uno y me indicaron la entrada a una de las casuchas cercanas, en un primer piso. Entré. Era amplio. Algo opaco sí. Su apariencia, como todo aquí, era sencilla, con lo necesario, sin lujo alguno. Era un baño después de todo. Me acomodé en una de las cabinas en medio de la hilera y comencé a orinar. Estaba solo. Qué relajo. Mientras lo hacía, despreocupado, un tipo se me acercó a un costado y me habló. Conversamos. Me tensé un poco. Resulta que las cabinas tenían casi nada de cabinas, pues precariamente no eran cerradas y se podía ver a tu vecino completamente al lado. Me sentí invadido, pero me resistí a quebrar ese gesto de libertad, costumbre y conformidad que estaba de moda entre nosotros. Solamente me resigné a cooperar con el vaivén de palabras, intentando no perder el blanco. Apuré la orina. Todo en pocos segundos. Luego me sequé, me cerré y al salir, el tipo me acompañó al tercer piso del grupo B, donde estaba el Ratón. Gracias, dije, y subí.
Llegué arriba. Saludos, abrazos, palabras. Qué sorpresa. Todos parecían distintos, incluso el Ratón. Es como si en sus ojos resplandeciese la particularidad de este momento único. Creo que no olvidaré jamás el detalle. Nos acomodamos, comimos algo, discutimos y descansamos.
Desde allí la ciudad lucía diferente. La perspectiva me atraía. Tendido en una de las camas de lo que parecía ser una sola gran habitación multifuncional, miraba el ventanal sucio que se esforzaba por mostrarme el bello atardecer y la torre a lo lejos, que se alzaba como siempre en el horizonte. Me pregunté si alguna vez esta podría ser empequeñecida más y más, hasta desaparecer el mismo núcleo generador de desgracias. Ese día de seguro estaría alegre, pues sería el germen de la excepción más grande hasta ahora ausente: un cambio.

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